miércoles, 4 de abril de 2007

Kafka, su diario y sus relatos


Un fragmento de los Diarios de Kafka y dos relatos breves para que vean cómo escribía:

Diarios, 30 de agosto de 1912.

"Esta tarde, mientras estaba acostado en la cama, alguien hizo girar rápidamente una llave en la cerradura; durante un instante tuve cerraduras por todo el cuerpo, como en un baile de disfraz; aquí y allá, con breves intervalos, abrían o cerraban una de las cerraduras".


Una confusión cotidiana


Un problema cotidiano, del que resulta una confusión cotidiana. A tiene que concretar un negocio importante con B en H, se traslada a H para una entrevista preliminar, pone diez minutos en ir y diez en volver, y en su hogar se enorgullece de esa velocidad. Al día siguiente vuelve a H, esa vez para cerrar el negocio. Ya que probablemente eso le insumirá muchas horas, A sale temprano. Aunque las circunstancias (al menos en opinión de A) son precisamente las de la víspera, tarda diez horas esta vez en llegar a H. Lo hace al atardecer, rendido. Le comunican que B, inquieto por su demora, ha partido hace poco para el pueblo de A y que deben haberse cruzado por el camino. Le aconsejan que aguarde. A, sin embargo, impaciente por la concreción del negocio, se va inmediatamente y retorna a su casa.

Esta vez, sin prestar mayor atención, hace el viaje en un rato. En su casa le dicen que B llegó muy temprano, inmediatamente después de la salida de A, y que hasta se cruzó con A en el umbral y quiso recordarle el negocio, pero que A le respondió que no tenía tiempo y que debía salir en seguida.

Pese a esa incomprensible conducta, B entró en la casa a esperar su vuelta. Ya había preguntado muchas veces si no había regresado todavía, pero continuaba aguardando aún en el cuarto de A. Contento de poder encontrarse con B y explicarle lo sucedido, A corre escaleras arriba. Casi al llegar, tropieza, se tuerce un tobillo y a punto de perder el conocimiento, incapaz de gritar, gimiendo en la oscuridad, oye a B -tal vez ya muy lejos, tal vez a su lado- que baja la escalera furioso y desaparece para siempre.

Ante la Ley

Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.
-Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora.
La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:
-Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.
El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.
Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar.
El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:
-Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.
Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.
-¿Qué quieres saber ahora?-pregunta el guardián-. Eres insaciable.
-Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?
El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:
-Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.


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